Rodrigo Bacigalupe Echevarría
La flor (2018) de Mariano Llinás es el film más largo de la historia del cine argentino, y uno de los cinco (no documentales) más extensos de la filmografía mundial. Con casi catorce horas de duración, la película, que aparentemente no posee otro denominador común que la presencia de sus cuatro actrices protagonistas, tiene, sin embargo, un elemento literario que funciona como unidad de sentido, con carácter orgánico, cuya identidad artística puede interpretarse a través del ritmo y las modulaciones del mundo vegetal.
Como el propio director lo expresa, por medio de una repentina intervención inicial in fabula (estrategia autoconsciente abierta), el film en su totalidad ha sido concebido como un organismo vivo, cuyo funcionamiento vale la pena explorar:
Hola. Esta película es así: son seis historias. Hay cuatro que empiezan y no terminan, terminan en la mitad. Son cuatro comienzos. Después hay una que empieza, otra que empieza y termina, y después hay otra que empieza en la mitad y termina todo el film,
dice Llinás e inmediatamente pasa a explicar que “la película es como una flor por tener un centro, cuatro historias (sus pétalos) y un tallo (una historia estructural —en apariencia—), dando un total de seis” (La flor). Esta organización general del film, vinculada a la forma y el modo de desarrollo del mundo vegetal, tiene también, a nivel microestructural, una serie de principios que pueden describirse a través de las leyes de la física, la química y la biología, a pesar de ser productos o individuos artísticos, específicamente filmoliterarios, que a continuación comentaré.
Goethe hacia finales del s. XVIII ya comenzaba a dejar sentadas las bases de una concepción organicista del arte aludiendo a una similar pulsión (el alemán no utilizó este término freudiano por motivos proverbiales) existente entre los individuos pertenecientes al mundo vegetal y los individuos artísticos. Intuyó que el funcionamiento de estos sistemas podía resultar análogo en varios puntos de su génesis sin que por eso se planteara una relación mimética de estos para con aquellos (Dahan-Gaida). En realidad, y esa era la verdadera apuesta e intuición del autor del Fausto, los principios generadores en uno y otro ‘organismo’ tenían una poiesis, un modo de abrirse camino, que podía emparentarse en su análisis sin caer en el error de pensar que estábamos frente a la imitación simple y llana de la naturaleza y sus principios motores por parte de las artes.
Con la publicación de su obra Tiempo planta (1933), Paul Valéry recuperó y amplió la intuición goethiana desarrollando la suya propia a través de su noción de los ritmos orgánicos primitivos. El francés estaba aplicando el prototipo de la morfogénesis aplicada a las artes, y no sin saberlo, sino incluso con método propio, a través de otra de sus obras: El hombre y la concha (1937). Valéry descubrió, mediante el estudio organicista de los empalmes vegetales en su obra, que era posible advertir ese principio de autoorganización del que había hablado Goethe en sus tratados sobre estética, aplicándolo al plano artístico en sus propias creaciones. El francés lo definió como “modulación en las artes”. Proceso a través del cual cada uno de los individuos se conectaba con el resto de los integrantes de un sistema vivo por medio de una irradiación bidireccional de traspaso de información, como sucedía en el mundo vegetal, propagándose una red de conexiones regidas por el principio de la reciprocidad. Este vínculo fue denominado “relaciones mereológicas”, según Valéry.
Ese conjunto de impulsos y relaciones análogos al de un ser vivo, presentes en las artes, pueden darnos los elementos suficientes para postular la idea de que, aplicadas al cine, ciertas unidades literarias (autónomas pero interconectadas) pueden funcionar también a través de esas modulaciones de las que hablaba Valéry, no solo para relacionarse entre sí, sino para autogestar su propio proceso generador de vida. Humberto Maturana y Francisco Varela denominaron a dicho proceso como autopoiesis, y a los organismos que consiguen, a través de sus bases informativas y relacionales, gestionar eficientemente su propio proceso autorreproductivo: “máquinas autopoiéticas”. Maturana reconsideró las bases de dicho proceso autogenerativo y lo describió como “una dinámica en la cual lo que ocurre en esa dinámica como proceso de producciones moleculares da por resultado el sistema en el que esos procesos moleculares se producen. Autopoiesis, producción de sí mismos” (Maturana).
A nivel literario, una obra que deja entrever, ya de manera abierta, ya encubierta, a través de guiños retóricos varios, su propio proceso de construcción, en tanto que exposición de su condición de artificio (en la medida que ‘creación artística’ —poiesis—, en oposición a la idea de artificialidad) es pasible de ser considerada como autoconsciente, por ello, metaficcional, coincidiendo, pues, en términos narrativos, con lo que el profesor Steven Kellman denominó como The Self-begetting Novel: la novela autogenerada. Este paralelismo auogenético es el que aplicaremos para explicar cómo la película de Mariano Llinás, a través de la resignificación de ciertos elementos poéticos borgeanos (encubiertamente autoconscientes), consigue dar puesta en marcha a su proceso existencial, en tanto que organismo artístico, por medio de una suerte de ‘semillas’ autopoéticas con un evidente basamento de origen borgeano. Para esto, además de las ideas de autopoiesis y modulación en las artes, deberemos asimilar el planteo del pensador catalán Jorge Wagensberg, quien propone un cambio en el paradigma evolutivo postulado por Darwin en 1859 a través de su famosa Teoría de la evolución, desafiando algunos de los principios originales de esta, para lograr concebir la idea de individualidad más allá del individuo, del “nivel de los organismos o de los genes individuales”, llegando a pensar que la “selección natural” podría concebirse actuando por encima del individuo, planteando entonces la idea de una “nueva individualidad” (Wagensberg 201). De este modo, un recurso literario clave en la obra de Borges como lo es el de las enumeraciones (y entre ellas, las de tipo caótico por sobre las otras) funcionará como ese organismo transindividual que dará lugar al proceso de autopoiesis antes aludido en la obra del director de cine argentino. Éste, a partir de una serie de enumeraciones cuya similitud con las borgeanas nos parece innegable, dará a su film una homogeneidad orgánica que se coloca por encima de estos individuos poéticos. Si el gen es la unidad mínima (la enumeración), la propuesta aplicada será trascender el gen, para instalarse en un plano que lo implica, pero lo sobrepasa. A nivel filmoliterario, esta idea puede replicarse, según lo exponemos a continuación.
El objetivo es, entonces, hallar la mínima expresión orgánica considerada como literatura, extendida a lo largo del film, para estudiar así su funcionamiento dentro de la obra cinematográfica. En este caso, indagar en la enumeración de índole borgeana, y su trascendencia más allá de lo individual, que permite dotar a la película de una nueva forma de unidad a través de su cohesión interna como individuos literarios que se autogeneran (autopoiesis).
En el año 1981 Borges publica una de sus postreras obras poéticas y, a modo de aclaración, en una nota al pie alusiva al poema “Aquél”, elabora un planteo acerca del funcionamiento de las enumeraciones en aquella composición y dice que: “como casi todas las otras (de este libro), abusa de la enumeración caótica. De esta figura, que con tanta felicidad prodigó Walt Whitman, sólo puedo decir que debe parecer un caos, un desorden y ser íntimamente un cosmos, un orden” (Borges 577). Este aparente caos al que alude el autor argentino es el que regirá los ritmos primitivos de los que hablara Valéry, modulando la conexión de las distintas enumeraciones caóticas que se suceden en el film. Consideremos a modo de ejemplo arquetípico ad hoc, una de las más famosas muestras de este procedimiento en la obra borgeana, aquella que tiene lugar en el cuento “El aleph” (1949).
Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó (…), vi racimos, nieve, tabaco (…), vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo (…), vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin (…), vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo. (Borges 172)
Este recurso, que esconde, bajo su caótica estructura, un orden paradigmático, será tomado por el realizador argentino en su película, para mayor coincidencia, con una fuerte presencia de la misma forma verbal, aunque llevada al plural. Nos encontramos en la tercera historia de las seis que componen el film, como se explicó anteriormente, en la que un grupo de mujeres (espías y asesinas a sueldo) trasladan por el paisaje de La Pampa argentina a un prisionero, un científico, al que, según las órdenes recibidas, tendrán que liquidar. En el trayecto, tiene lugar la aplicación del mismo recurso poético/literario, del mismo individuo con idéntica matriz en su modulación:
Finalmente tomaron un camino de tierra (…). Vieron lagunas. Vieron manadas de vacas negras pastando a lo lejos (…). Vieron cercos de alambres y molinos, como en Australia. Vieron palmeras bajas y solitarias. Vieron aves rapaces más grandes que un halcón y más pequeñas que un águila. Vieron liebres cruzando a toda velocidad el camino. Vieron portones de madera largos y bajos con palabras escritas en carteles, palabras incomprensibles (El destino). Vieron perros que salieron corriendo a ladrarles y las persiguieron con insistencia durante varios metros. Vieron torres de alta tensión, alejándose hacia el horizonte como gigantes (…). Sabían que esas cosas eran las últimas que iban a ver, ese paisaje remoto y extraño (…). Media hora antes de atardecer vieron a lo lejos unos galpones blancos y bajos recortándose contra el horizonte (…). (La flor)
Pero la coincidencia (que no es tal) se acrescenta durante el transcurso del film, ya que, no solo veremos una aplicación de un recurso retórico casi idéntico al utilizado por Borges, sino que también será utilizado en un paisaje geopoético homologable al de muchas de las historias borgeanas: el sur de la provincia de Buenos Aires, camino hacia la ingente Pampa, rumbo a la Patagonia. El cuento homónimo de Borges (“El sur”) plantea la llegada de su personaje principal a esas latitudes con la siguiente enumeración para describir el paisaje:
Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario (…). (Borges 88)
En el film, el funcionamiento de las enumeraciones es casi idéntico (en esencia) al momento de describir el paisaje:
Primero atravesaron una carretera pequeña y desolada. Luego doblaron en otra llena de pozos que les recordó las de Laos y Camboya en tiempos de la guerra. Finalmente tomaron un camino de tierra (…). Vieron casas muy antiguas pintadas de rosado o de rojo (…). Vieron árboles secos, y postes de luz, o de teléfono en el que algún roedor o algún pájaro había construido extraños nidos de tierra (…). Alguna vez, vieron a un hombre a caballo, y ese hombre las saludó como si las conociera (…). Al amanecer habrían muerto, y esa llanura abandonada sería su tumba. Alguna pensó en el mar, otra, en la nieve, otra pensó en la selva y en el canto de los pájaros, otra pensó “No está tan mal, lo mismo da un lugar que otro. Al menos, no hace calor”. La 301 miró hacia atrás donde a lo lejos empezaban a encenderse algunas luces. Le dijo a la agente 50 que mirara las últimas poblaciones, y a la agente 50 dos lagrimones le rodaron por la cara. (La flor)
El propio Llinás plantea de manera evidente su relación con el Sur de la Argentina, desde el extrarradio capitalino: “Hace muy poco descubrí que los otros países del mundo que aparecen en La flor de alguna manera están filmados como si fueran la provincia de Buenos Aires” (LA NACIÓN). Todos los escenarios que se mencionan en el film irán confluyendo con un único horizonte progresivamente, y, siempre presente, el recurso enumerativo marcará las pautas:
Dreyfuss ni siquiera sabía dónde estaba. Al principio pensó: Italia, algún lugar del sur de Italia. Después se corrigió: Italia no, España. Con el tiempo empezó a dudar. Eso no parecía Europa. Hubiera dicho “el sudeste asiático”, pero no había chinos. Hubiera dicho América del Sur, o África, pero tampoco había negros. Entonces, no había tantas opciones: llegó a la conclusión de que sí estaba en Europa, pero en alguna región poco conocida, alguna región del sur. “Alguna zona baja de Yugoslavia” —pensó. Yugoslavia, Rumania. “Eso es”, pensó, “Rumania. Debo estar en Rumania. (La flor)
El vínculo entre lo que denominamos individuo autopoético, de entidad orgánica análoga, ya fuere por sus modulaciones y sus relaciones mereológicas dentro de un sistema no menos vivo que los pertenecientes al reino vegetal, es uno cuya naturaleza se instala a lo largo de todo el film de Llinás generando una red que permite un funcionamiento tanto sistémico como sistemático de la película, en la que la relación o influjo intertextual con la obra de Borges se vuelve vital. Digamos que, en términos físicos y simplificando la segunda ley de la termodinámica, el sistema fílmico necesita generar, a partir de esas estructuras aparentemente desordenadas como lo son las enumeraciones caóticas, un desbalance energético que favorezca la entropía, ya que de esta manera, se rompe con el equilibrio térmico que pudiera llevar a la muerte de dicho sistema. Para el caso de La flor, podemos afirmar que la utilización de un mismo sistema de relaciones entre individuos literarios (enumeraciones), pero constantemente modificado para su posible reproducción, es un proceso equivalente al acaecido en los sistemas vivos para no caer en la ausencia de modulación, y con ello, en el final del intercambio energético que lo sustenta. Aquí, a través de ese recurso de raigambre borgeana (no exclusivo, ni originiario en Borges, evidentemente) el vaivén entre orden y caos es el exacto para que las relaciones entre individuos superen la forma tradicional de individualidad y se mantengan, a su vez, conectados entre sí, por mereología, pero propiciando un desorden imprescindible para la aplicación de los elementos literarios en la textura fílmica. Las enumeraciones se suceden, pero nunca caen en el estatismo, como se aprecia en el siguiente ejemplo en el que el personaje del científico Dreyfuss descubre, al mirar el cielo del sur, su verdadero paradero:
Y entonces, de a poco, una a una, empezaron a salir las estrellas y ahí Dreyfuss miró el cielo. “Claro”, pensó, “soy un tonto. No estoy en Rumania. Estoy en el sur, en algún lugar del hemisferio Sur”. Y cuando vio que no solamente no estaba la Estrella polar ni la Osa mayor, sino tampoco Vega, comprendió que estaba realmente muy abajo, en el fondo del planeta. “Este cielo es nuevo”, pensó, “A este cielo nunca lo había visto”. Tuvo una extraña sensación de euforia, un extraño vértigo, como si fuera un niño y hubiera sorprendido a sus padres borrachos o desnudos. Las estrellas eran las mismas. Las constelaciones eran las mismas, pero estaban dadas vuelta. Orión dado vuelta cabeza abajo, con la maza hacia abajo. El viejo cazador patas arriba como en el cuadro de Seiter que aparece cuando uno busca ‘Orión’ en las enciclopedias. Y el toro, también dado vuelta, la gran quijada dándole la espalda al suelo, como quedan las reses en el matadero después de que les den con el martillo (…). (La flor)
Para intensificar el vínculo, es posible aplicar la taxonomía que proponen Maturana y Varela en su obra en relación a los modos de autopoiesis que se plantean en el reino vegetal, pero llevada al terreno de las artes y, particularmente, de nuestro universo filmoliterario, en el que las enumeraciones caóticas borgeanas se abren camino constantemente. Los modos de clasificación podrían agruparse en tres:
- La replicación. Aquí se puede apreciar un “sistema replicador” de unidades organizativas en el que (trasladando el planteo de los autores) a nivel literario y sintáctico, el sujeto oracional se complementa con el sintagma adjetivo, el que, al mismo tiempo se expande con un sintagma modal de idéntica modulación. Vemos cómo, a través del doble núcleo adjetival (lejana y sola), la unidad se replica y coordina para retomar luego dicho núcleo y continuar complementándose, pero ahora por medio del gerundio (avanzando) de naturaleza adverbial, dotando de movilidad y afluencia energética al sistema:
Siberia, lejana como el aullido de un lobo. Lejana, aunque uno esté ahí, lejana y sola como esos ermitaños que viven en las cavernas y que dan miedo. Siberia, avanzando como una enfermedad por todo el continente, por leguas y leguas, por un tercio del mundo, avanzando tanto que al sur están las montañas y al norte los mares helados, y uno piensa que están ahí para frenarla, para poner un límite a tanta suciedad y tanta tristeza. (La flor)
- La copia. A través de la comparación se logra concretar la repetición pero priorizando “el proceso de mapeo” del que hablan Maturana y Varela por el cual se consigue una distribución del replicado a través del replicante que, sintácticamente, se encadena de la siguiente manera:
Siberia, blanca, como son blancos los fantasmas. Blanca, como un papel en el que se escribe un testamento o una sentencia de muerte. Blanca, como los ojos de un ciego, blanca como la piel de un muerto, blanca como un esqueleto abandonado durante siglos, blanca como la nieve que cae y mata lo poco que queda de la primavera, blanca, como un vestido de novia, olvidado en un armario, blanca, como el mármol de un templo pagano al que nadie va a volver a ir, blanca, como el vaso de leche con el que alguien envenena a una mujer hermosa. (La flor)
- La autorreproducción. Este último elemento de la clasificación contiene parte de los procesos anteriores, pero el mecanismo de ‘acoplado’ parece estar dotado de un énfasis aun mayor. Puede verse cuando se encadenan los complementos al sintagma base para su propia reproducción. A través de la relación hipónimo/hiperónimo se expresa un ejemplo recurrente, como se aprecia en el modelo (Batallas> Ejércitos> Soldados) de la enumeración al estilo borgeano:
(…) a Dreyfuss le hizo pensar en batallas, en batallas que se avecinaban, en esos cielos que aparecen delante de los ejércitos que están a punto de entrar en combate. Batallas, ejércitos, eso es lo que le vino a Dreyfuss a la cabeza. (La flor)
Por consiguiente, tal cual se ha expuesto hasta ahora, no es descabellado proponer que, como lo intuyeron y explicaron, primero Goethe, y luego Valéry, el vínculo existente entre arte y naturaleza es más que una simple y antojadiza conjetura, sino que es posible ver en esas máquinas autopoiéicas, según lo quieren Maturana y Varela, rasgos identitarios que trascienden la individualidad tradicional, para instalarse en el plano que Wagensberg denominó como supraindividual, resignificando algunas nociones evolutivas vertebrales, no para su desecho, sino para que sean amoldadas conforme a nuevas postulaciones evolutivas aplicadas al arte. En nuestro caso, esa individualidad que se conforma a través de la conexión con organismos menores está presente en el film a través del uso de las enumeraciones caóticas de estilo borgeano, aplicadas en su mayoría a un paisaje de características similares al de los cuentos de Borges ambientados en el sur, aunque actualizadas aquellas al presente fílmico y las necesidades estéticas de la película de Llinás, permitiendo que, desde ese punto de vista filmoliterario, el sistema no caiga en equilibrio, sino que, en constante recursividad retórica modulada, genere el caos y desequilibrio necesarios para que el organismo artístico progrese y sobreviva.
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