Último día en casa-hogar, casa-país
Luis de la Paz
Y es que el hombre, aunque no lo sepa,
unido está a su casa poco menos
que el molusco a su concha.
No se quiebra esta unión sin que algo muera
en la casa, en el hombre… O en los dos.
Dulce María Loynaz
Últimos días de una casa
Creo que la cita extraída del largo y agónico poema Últimos días de una casa (1958) de la escritora cubana y Premio Cervantes 1992, Dulce María Loynaz Muñoz (1902-1997), resume un poco lo que puede ser la mirada, ya calmada y distante, de un día en particular, simbólico, largo, inquietante y definitivo, cuando se sabe que se dejará la doble casa de toda una vida, o lo que era la vida hasta ese instante: casa-hogar; casa-país.
Sabía que el momento estaba por llegar, lo esperé con ansiedad por 14 días, desde que me presenté en el centro abierto por el gobierno cubano para procesar a lo que denominaron despectivamente la “escoria” que quería largarse de Cuba, en la intercepción de las calles Carvajal y Buenos Aires, en el Cerro. Allí me declaré homosexual, pero la bella joven que llenó las numerosas planillas me rectificó: “Homosexual no. Maricón. Eso es lo que eres tú, un maricón”. Le sonreí y tras el papeleo me fui a mi casa a esperar el aviso de partida, que me llegaría de la mano de un militar que se movía por la ciudad en motocicleta llevando la buena nueva. Un hombre vestido de verde olivo, con un brazalete blanco en el brazo con una I en rojo… o en negro, no recuerdo, y que vociferaba el nombre del agraciado, para convocar a los habituales “actos de repudio” para la despedida.
El día 14 transcurría con toda su carga de terror. Mi padre para el trabajo. Yo, anticipándome a los hechos, pedí vacaciones y en unos días debía reintegrarme. Mi madre regresó de la cola en la bodega donde habían anunciado que venderían algo de comer, que al final no llegó o no alcanzó para todos. En la tarde cayó el habitual aguacero de mayo, que ese día desató una impresionante granizada. Era la primera vez que yo veía caer granizos. El portal de mi casa, de cuadros rojos y negros, se llenó de las peloticas de hielo. Un amigo que no esperaba me visitó y compartimos el temeroso encanto de la granizada y el torrencial aguacero. Cuando escampó, salió el sol, la luz de los colores de después de la lluvia adquirió su esplendor vital, rojizo, amarillento, naranja.
Mi amigo se marchó, mi padre volvió cansado del trabajo, hambriento y sudoroso. Luego mis hermanas de la escuela, protestando por todo, también buscando un pedazo de pan, aunque fuera viejo, lo pasarían por la candela del fogón para tostarlo y podérselo comer. En la calle los hijos de los vecinos escandalizaban con sus juegos, mientras las madres desde los balcones y las puertas gritaban: ¡Papito…, entra!; ¡Rogelito…, no te vuelvo a llamar!; ¡Yuliedy…, qué esperas, mija! No se decía, “entra, maricón”; “oye, singao, qué esperas”; “hija de puta, ¿qué crees, que en la casa no hay nada que hacer? No. Todavía se respiraba un aire de compostura y clase. ¡Qué época más complaciente con la decencia!… Eso sí, antes, años atrás, todo era más distinguido, más elegante. En ese mayo de 1980 todavía se estaba en una transición, aunque todos éramos “aseres” y “ecobios”.
Puse a calentar una cubeta con agua para llevarla al baño cuando estuviera hirviendo y bañarme. Durante años tuve dos sueños inalcanzables. En realidad tres. Poder bañarme bajo una ducha tibia y tener un ventilador. El tercero, recurrente: marcharme de aquel país infernal, donde salvo momentos muy particulares, mis recuerdos siempre están asociados a algo negativo. “¡Estás preso!… ¿Tú no sabes que en este país no se puede hablar con extranjeros?” La enorme mano de un desconocido presionaba mi brazo, me zarandeaba, y me amenazaba con apenas 11 o 12 años, porque intenté ayudar a unos turistas que me preguntaron el nombre de la fuente que tenían frente a ellos: yo tampoco lo sabía. Era la Fuente de la India.
Mientras caminaba hacia el baño: “¡cuidado…, voy!” Todos en la casa sabían que era un aviso, que en ese momento se llevaba entre las manos la cubeta de agua hirviendo. Los oídos de todos se agudizaron. De la distancia aumentaba el sonido característico de una motocicleta. Eso ocurría todos los días, varias veces, un ruido que aumentaba y luego se apagaba poco a poco, pero esa moto era para mí. Mi aviso. ¡Qué 27 de mayo de 1980! Tenía 10 minutos para presentarme en un lugar al que me tomaría más de media hora llegar. Aun así, me bañé mientras mi madre me preparaba un pedazo de pan al que le echó un poco de Vita Nuova para darle sabor. Mis hermanas se dispersaron por el barrio para evitar quedar atrapadas en el predecible acto de repudio. Limpio, inseguro y tembloroso me comí el pan, tomé agua y besé a mis padres, a los que les pedí que no salieran al portal conmigo.
Ya era de noche. Algunos vecinos observaban desde sus casas. Unos pocos me gritaron insultos, pero no intentaron golpearme. “¡Que se vaya la escoria! ¡Traidor! ¡Verás lo que es pasar trabajo con los imperialistas!” Algunos me hicieron sutiles gestos de solidaridad y despedida. Crucé la puerta blanca que mi padre agrietó de una patada en uno de sus ataques de furia. Dejé atrás el portal donde se mecían solos los sillones de hierro. Pasé delante de la areca, enorme, frondosa, muy verde. Caminé por entre los vecinos que me repudiaban, también cerca de los que con el puño cerrado agitaban suavemente su mano en apoyo. Pasé delante de la casa de Nina, de la catalana, de Mayra y su hermano Eduardo, de la de Carita, justo en la esquina donde terminaba mi cuadra; el centro de mi infancia, mi adolescencia, juventud, mis carencias, mis desatinos y sueños.
En Carvajal y Buenos Aires me esperaba otro acto de repudio, pero aunque fue más agresivo, me importaba menos, nadie que había sido parte de mi vida me atacaba, algo que lo hacía más soportable. Esquivé piedras, un huevo reventó en la camisa azul que me había regalado mi madrina Zoila por mi cumpleaños. Entregué el aviso, me apartaron a un área donde estaba estrictamente prohibido hablar, bajo amenaza de suspender la salida. Nos subieron a un ómnibus pequeño, donde reiteraron la prohibición de hablar. Una niña se puso a llorar y la acallaron, amenazándola con separarla de la madre.
Primero enfilamos por la Calzada del Cerro, luego el ómnibus se adentró por Malecón, hasta que tomó caminos desconocidos por mí. Se sabía que viajábamos al Mosquito, un campo de tiro devenido campamento de tránsito para quienes salían de Cuba desde el puerto de Mariel. Yo miraba las calles, observaba el recorrido sabiendo que estaba pasando por esos sitios por última vez. Todo fue adquiriendo formas definitivas, finales.
En el Mosquito me despojaron de lo que llevaba, que no era mucho, algo de dinero, las listas con los nombres, direcciones y números de teléfonos de familiares, amigos y conocidos en Estados Unidos. Solo salvé la que coloqué entre la planta del pie y la media del zapato, y la que llevaba en la memoria, la de mi tía Concha. Era de madrugada y las numerosas tiendas de campaña con literas de tres pisos permitían imaginarse la cantidad de personas allí, aguardando por el paso final, que era el recorrido entre el Mosquito y el embarcadero en Mariel.
El día abrió brumoso y húmedo. El dienteperro permitía algo de aseo con al menos agua de mar. Un grifo servía de bebedero para centenares de personas…, quizás miles. Se hizo la tarde. Llegó otro torrencial aguacero de verano. En un área muy custodiada por guardias con armas largas y perros estaban los que traían de las cárceles, nadie podía acercarse a ellos, ni se les permitía moverse de su espacio. Se les veía obedientes, inmutables. En otro sector estaban los que sacaban de los manicomios. Sus miradas los delataban, la expresión del desconcierto. Anocheció sin que ningún vehículo saliera para Mariel. Ya tarde se armó un revuelo con la llegada de ómnibus de turismo. Los guardias al azar subía a quienes deseaban, incluso separando familias. Me volvieron a tomar del brazo, me zarandearon de nuevo. Ya no era un brazo tan débil como aquel niño de la Fuente de la India, sino el de un hombre de 23 años, pero el tono sí era el mismo: “¡sube, pedazo de mierda!
El viaje fue breve. La amenaza, la misma: quien hable no se va. Varias largas filas aguardaban la orden de abordar el camaronero. Me senté en el borde, atrás, nervioso, pero decidido, sintiéndome casi triunfal. El enorme barco se fue hundiendo casi hasta la línea de flotación. Se desplazó lentamente por la bahía de Mariel. La oscuridad y las mortecinas luces de otros navíos y del embarcadero eran la única guía. De pronto, una sirena detiene el barco y por altavoces se ordenó a los que estaban en la baranda que se sentaran en el piso. Por un instante la bahía me conectó con la de La Habana, cuando de niño la cruzaba con mi tía para ir a Casa Blanca en la lancha y jugar y correr y subir al Cristo, hasta que un día prohibieron el paso. “No pase, zona militar”, rezaba un cartel. Pero fue solo un instante, porque el agua mansa de la bahía se hizo encrespada y luego insoportablemente cruda, mientras las olas elevaban la quilla del camaronero Kraut & Kracker, provocando la exclamación de la mayoría de los 260 refugiados que partían hacia Cayo Hueso. Mientras vomitaba, contemplaba lo que cada vez se hacía más difuso, la costa, las luces de un lugar que ya comenzaba a llamar Cuba. La casa-hogar, la casa-país quedaba atrás, e íbamos muriendo la casa y el hombre, los dos, que renaceríamos después en la memoria.
