Dejar la isla: Justo Antonio Triana

Justo Antonio Triana

Agosto 8 de 2019

Es una discusión bastante fuerte… Suena el teléfono, y lo aprovecho para despejar. “Es mi mamá” —me justifico. Salgo, busco buena cobertura por la casa, y me detengo en el patín. Escucho; cuelgo catatónico. Regreso al cuarto: “Me voy el mes que viene.” Ella me mira incrédula; piensa que es una maniobra para evadir la situación. Salgo otra vez, me encuentro al suegro en la cocina, y se lo digo. Mi suegro —un tipo grande, fuerte y noble— abre los ojos: pregunta si es verdad. No estoy seguro. Mi suegra no me cree, y pasa del “¿En serio?” al “Nah, mentira” varias veces. Luego llora, y se sonríe yéndose a otra parte, porque no quiere que la vea así.

Llega un momento en que de tanto esperar por lo que no sucede quedamos presos en un limbo —en el antefuturo.

Mi novia al fin acepta la noticia, se olvida de la discusión (o la pospone), y se sitúa bajo el marco de la puerta, con cara de Gioconda.

***

Cuarenta y cuatro días… ¿Qué son cuarenta y cuatro días para despedirte de diecisiete años y diez meses? No puedo vivir todo nuevamente para llevármelo más claro en la memoria.

Llamar a los amigos, y sentir de nuevo esa alegría obscura de aquellos que (en el fondo) no quieren que te vayas.

Ahora hay que aprovechar el tiempo —como cuando Felo se iba para Brasil; como cuando Jose se iba para España—: vete a jugar fútbol, báñate en el aguacero, corre semidesnudo por toda la ciudad, toca puertas en la noche, pon petardos en la madrugada, y luego siéntate en el parque a mirar cómo amanece. Ve a conversar de literatura (y del Apolo 11) con Almanza; mira el partido con tus suegros; ve y hazle los mandados a tu abuela. Ve con tu novia al cine, al teatro y al concierto; y a la fiesta de música electrónica. Y ve con ella al cuarto, para que sepas lo que tienes. Para que sepa lo que tuvo. Escúchala. Compórtate. Dale prioridad…

***

No estuve yendo a la escuela las últimas semanas por cumplir —aunque lo hice. Si antes no me importaban esas demostraciones de fidelidad fingida, ahora mucho menos. Fui como en un ejercicio de reparación espiritual de mis humillaciones; como protagonista de una tragicomedia; haciéndome el correcto delante de los que me habían forzado a ser el incorrecto. Quería saberme con el poder de entrar y de salir del monstruo sin la necesidad moral de confrontarlo.

No se lo dije a mucha gente. Me hubiera asqueado recibir las felicitaciones de esa masa de jóvenes (o de croquetas) por mi éxodo. Me hubiera avergonzado ver que todos celebraran mi partida como mi cumpleaños; que todos se alegraran de mi escape como si hubiese sido mi elección; que todos me agasajaran por recibir lo que había estado esperando tanto tiempo, pero que —al mismo tiempo— me parecía inmensamente triste.

***

Por esos días Camagüey fue Ítaca. Disfruté de la tarde, del cielo de la tarde, de la ciudad, de mi respiración… Cuando no queda mucho tiempo uno agudiza sus sentidos. Caminé embelesado por las mismas calles. —No más deja vus.

Estaba presenciando el fin de una existencia.

***

Septiembre 20

Esa última noche nos bañamos juntos; hicimos el amor, nos fuimos a dormir… De lo que hablamos antes de dormir no estoy seguro. Cada vez recuerdo algo distinto. Flashbulb memory. Mi cerebro ha rellenado esos vacíos con pláticas apócrifas e imágenes ficticias. En una nos mirábamos a oscuras, a los ojos, en silencio, tomados de las manos; en otra hablábamos de las trivialidades cotidianas, como tratando de olvidar lo que nos iba a suceder… Pero de pronto —en todas las versiones— recordábamos que en unas pocas horas desaparecería para siempre aquella realidad; y retornaba el caos.

***

Amaneció.

Faltan dos horas para que llegue el carro que nos llevará a La Habana.

***

Traté de mantener la serenidad el mayor tiempo posible, haciendo el papel de macho responsable para evitar un exceso de sentimentalismo, pero llegó un momento en que no pude…, verla llorar fue suficiente. Mi madre también lloraba; y mi abuela, y mi suegra, y mi hermanita. Pero todas lloraban por nosotros. Y nosotros lo sabíamos. Nunca he sentido tanta lástima por mí. Lloré hasta de imaginar mi propia imagen en aquel abrazo. E imaginé el dolor de aquellas jóvenes de las viejas fotos, besando a sus maridos que se iban en tren para la guerra…

Pero yo no estaría en riesgo. El internet lo haría todo fácil. Lo de Odiseo era buscar la ruta. Lo de Penélope, aguantar. Mucha (video)llamada. Mucha (tele)comunicación.

Mis padres habían esperado cuatro años, y merecían ser felices otra vez.

Ya era hora de sacrificarme por su felicidad.

***

Septiembre 22

¿Y si en un arrebato de locura —o de capricho— a un seguroso se le ocurría negarme la salida? Yo no era una amenaza, pero ¿y si lo hacían por joder? Si tenían a mis amigos “regulados”, ¿qué más les daba “regularme” a mí?

Pasada emigración, en el salón de espera pudimos respirar con más tranquilidad. Llamamos a Camagüey, nos despedimos nuevamente, y nos sentamos a conversar hasta que llegó el avión.

Sentí miedo. No me gustan las alturas, y no había volado antes. Vi cómo se alejaba aquella cosa de la tierra con una mezcla de asombro y terror. A cada rato me venían a la mente imágenes de accidentes aéreos —que por algún motivo siempre me han interesado—, y me preguntaba qué pasaría si, de pronto, sucediera. Repasé la hipotética reacción de cada uno de mis amigos y conocidos a mi muerte (me incomodó la idea de que me imaginaran rezando, o gritando como un loco); imaginé a Serrano dando las condolencias en el noticiero; imaginé a mi padre suicidándose; a mi novia sobreviviendo con el trauma; a mis abuelas solas, deprimidas, miserables… E imaginé a los reggaetoneritos de la escuela.

También estuve preguntándome cómo el ser humano había sido capaz de crear aquella mole de hierro voladora… Pero lo que más me asustó fue el sentimiento de impotencia; ver cuán fácil era morir allí, incomunicado. Nunca me había sentido tan vulnerable. Pero en algún punto del mar Caribe entre La Habana y Puerto España me convencí de que, al final, morir volando era lo mismo que morir en tierra firme —incluso menos doloroso. Y escribí un poema.

Aquella línea que jamás hubiese visto
les recuerda a mis huesos su posición exacta.
Ni más ni menos vivo que antes: —¡Helios
ya se transfigura en la certeza de este triunfo!

***

Aterrizamos en Trinidad y Tobago a las siete y media de la noche. Había visto por primera vez la luz incandescente de una ciudad desarrollada. Pasamos de la escalerilla del avión directo a un edificio (“Go straight ´til that corner, turn left, take the elevator to the second floor, turn right and follow the signs to the waiting room”), y transitamos, como astronautas en la luna, por un pasillo de losa pulida exquisitamente, con las paredes forradas en fotos sexis de mujeres bailando el carnaval.

Pasamos dos o tres controles de rutina, y listo. Pero tenía que ir al baño. “Where is the bathroom?” —pregunté a una empleada, sin saber que no era “bathroom” sino “restroom”. Ella me entendió de todos modos, y me dejó en la puerta. Aquello parecía la entrada de un hotel de lujo. Un espejo enorme cubría toda la pared; como diez lavamanos a la izquierda, como diez inodoros a la derecha. Agua fría y caliente; jabón líquido, y secador por láser. Todo en perfectas condiciones, y el local vacío. Pero una vez satisfechas mis necesidades —¿para qué describir la dulzura del papel higiénico capitalista?— no encontré el botón de descargar por ningún lado. Estuve más de cinco minutos buscándolo, hasta que me di por vencido y cerré la puerta. Y justo en ese instante, descargó. ¿No es asombroso? Para un cubano sí. Más asombroso aún en el conjunto: limpieza, orden y modernidad.

Recuerdo haberle dicho a mi madre que en el piso de ese baño se podía comer. Y también recuerdo haberme preguntado cómo era posible que esa islita estuviera tan preciosa cuando mi Cuba estaba en ruinas. Qué desgracia… Cuando ves todo desde fuera no puedes sentir más que dolor por los de dentro. En Trinidad y Tobago, como en tantos otros lugares del mundo, no hizo falta construir el socialismo.

Allí estuvimos cinco horas. Las cinco hablando con mi padre por WiFi.

Bienvenido al futuro. Saliste de la máquina del tiempo sesenta años después.

***

Más tarde aterrizamos en Georgetown.

El aeropuerto quedaba tan a las afueras que demoramos una hora en llegar a la ciudad (lo tomé como un paseo turístico). ¡Qué curioso país Guyana! Mansiones con pilotaje al borde de unas calles sin acera. Le pregunté al chofer, y respondió que Georgetown estaba por debajo del nivel del mar, y que todo se inundaba con frecuencia.

Vimos lo que me parecieron templos budistas y mezquitas. Vimos también hombres morenos con turbante y bigote —distintos de los afroguyaneses. Tratando de explicarme aquello, en Wikipedia me enteré de que la mitad de la población provenía de la India. Alguien me había dicho que eso allí era “mitad negros, mitad indios”, pero nunca imaginé que fueran esa clase de indios.

En Guyana estuvimos un mes y cinco días, debido a complicaciones burocráticas de la embajada. Nos quedamos en una casa de renta administrada por cubanos, y en el tiempo que estuvimos allí conocimos a otros —más de veinte— (de todas las provincias, edades y backgrounds) que también se dirigían hacia el norte.

En la mesa de ese comedor, y por primera vez, pude hablar de política con cubanos que no conocía sin temer que fueran agentes del G2. Siempre quedaba una sospecha, pero ya daba lo mismo. Ya no iba a perjudicar a nadie más que a mí.

Todo ese mes me lo pasé leyendo y jugando ajedrez online. Fuimos a hacer el examen médico (el médico me confundió con el actor que hacía de Jesucristo en no sé cuál película y me pidió unas fotos); fuimos a la embajada un par de veces; fuimos al supermarket, y a un casino de nombre árabe donde no pude entrar porque no tenía dieciocho años.

Octubre 26

Viajamos una hora de regreso al aeropuerto; hicimos los trámites pertinentes, y justo antes de subir al avión, el empleado que nos revisó los pasaportes nos dijo que les faltaba un cuño… Acto seguido, comunicándose por lenguaje de señas, nos pidió 100 dólares para dejarnos abordar, y no tuvimos más remedio que aceptarle su chantaje. Guyana tenía fama de corrupta.

Pero lo logramos: ya estábamos volando —al fin— a New York City. Y seis horas después pudimos ver la bahía de Manhattan.

Hicimos una fila en zigzag interminable, detrás de un grupo de turistas canadienses. Y mientras avanzábamos a paso de pingüino me fijé en el mural socialistoide que forraba la pared del aeropuerto. Creí que ya lo había visto antes. (Que llegaba al Moscú de los 80.)

Quizás era la idea del artista. Quizás era un presagio.

***

Cruzamos el edificio lentamente, como para no llamar mucho la atención, ¡y allí estaba mi padre!, detrás de la puerta de cristal del fondo; detrás del cordón de seguridad, rojo de tanta risa comprimida. Quiso grabarnos al salir, pero no pudo controlar sus nervios, y el video —oscurecido— se interrumpe a los dos segundos.

La gran ciudad de New York fue exactamente lo que me esperaba. Los mismos rascacielos que había visto en todas las películas… Lo impresionante fue tener una familia.

***

Diciembre

Y esto… ¿será verdad?” —nos preguntamos en un parque, viendo a los niños correr sobre la hierba.

Nada parece cierto aún.

***

Marzo 2020

Y duele, pero tampoco es tan distinto.

***

Julio

Fuera de Cuba el tiempo pasa rápido. La vida cambia con el tiempo, y las personas cambian con la vida. Quedan secuelas de aquel antefuturo sin presente, pero el dolor remite con trabajo.

Ahora hay un vacío. Y no es el extrañamiento de la gente, ni la idealización de la memoria.

Es que ya no hay más nada que esperar.

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