Dejar la isla: Armando Valdés-Zamora

El día que me fui de Cuba estaba lloviendo en París

Armando Valdés-Zamora

Mais que était donc cet Esprit qui était en moi et en dehors de moi? (…) 
Une idée me vint: l’homme est double, me dis-je (…) 
Suis-je le bon? Suis-je le mauvais? Me disais-je. 
En tout cas, l’autre m’est hostile

Gérard de Nerval, Aurélia (1855)

París y yo con aguacero 

La lluvia era también gris en su perturbada transparencia como el cielo de la mañana de aquel sábado 23 de marzo de 1996 en que llegué a París, la ciudad que, según Henri IV —asesinado a puñaladas por un demente— “bien vale una misa”. Grises eran las columnas del aeropuerto, las caras apresuradas de los aduaneros, la coloración borrosa tras los cristales y las cortinas de agua de coches y autobuses de colores monótonos.

Mi vuelo fue desviado de aeropuerto a causa de un mal tiempo, y estoy solo y en tierra desconocida esa mañana en que debía comenzar una nueva vida. Tres personas hubieran podido venir a buscarme. Roland, el presidente de la asociación Demain Cuba que envía un barco de leche en polvo para los niños cubanos y aceptó inventar que yo era un ayudante benévolo para facilitar mi huida. Lázaro, que pasó 6 años en las cárceles de Cuba como preso político y a quien he llamado por teléfono gracias al periodista Olance Nogueras que me dio en Cienfuegos su contacto, y Véronique, claro. Véronique, mi salvadora, que no podrá venir porque la han enviado de urgencia a trabajar a Burdeos.

Pero no. Nadie espera al náufrago aéreo que llega con una visa turística de sólo un mes, 50 arrugados dólares en sus bolsillos y rústicos balbuceos aprendidos de un francés básico: Qu’est-ce que c’est?, Je m’appelle / Je suis Cubain…

Me veo ahora: soy ese desorientado viajero que busca en vano quién lo guíe con una angustia que atenúa la certidumbre radical de saber que jamás volverá a vivir en el lugar donde nació. Arrastra ese vagabundo ingenuo un bolso azuloso que su padre, afortunado, trajera de su viaje a Miami y que los cubanos, risueños rencorosos, llaman gusano. Un bolso de libros, únicamente de libros, y un piyama rojo tan espantoso en su diseño que hará reír de sorpresa a Véronique en cuanto vayan a dormir la primera de sus noches francesas.

Empiezo esta mañana bajo el agua una nueva biografía. Y me adentro en ella con ese desconocido que comienzo a ser y hubiera querido encarnar desde hace mucho tiempo: el mismo que escribe estas páginas casi un cuarto de siglo después desde su biblioteca frente a la torre del castillo de Vincennes, y que cuando mira atrás es desvelado por fantasmas que prefiere adormecidos.

Aparece Roland: se abre una luz en la grisura del cielo cuando nos deslizamos en su auto por una cinta de asfalto que termina en la rue Molière de París, a escasos metros del Louvre. Entre bromas sucesivas por haber escapado con éxito de la isla, estamos parqueando frente a su apartamento cuando veo tras las hebras plomizas de lluvia una tarja de mármol mojada:

César Vallejo
Poète péruvien
Né à Santiago de Chuco en 1892
Mort à Paris en 1938
Séjourna dans cet hôtel
De 1924 à 1927

Me veo releer bajo el aguacero las letras de piedra en la puerta del hotel donde viviera César Vallejo. Convencido, no sé por cuál impulso irracional, de que era una vida y no la muerte quien tenía que esperarme a partir de ese día, se me ocurrió lanzar, como un adolescente llegado de provincia, la frase que en el cementerio Père Lachaise gritara Rastignac después del entierro del Père Goriot : “A nous deux Paris maintenant!”.

Comenzaba a terminar ese anochecer lluvioso el extenso primer día de mi vida en Francia.

File:Plaque César Vallejo, 20 rue Molière, Paris 1.jpg - Wikimedia ...

El consuelo del cielo

El último día de mi vida en Cuba se desdibuja en mis recuerdos no por la lluvia, sino por la refulgencia del implacable sol bajo el cual corría en todas direcciones a pie, en mi fastidiosa bicicleta china Forever, o en el único automóvil de la familia; un Skoda de 1965 de mi primo Miguelito.

Previamente había cumplido con rigor todas y cada una de las obligaciones humillantes del esclavo que aspira a comprar su carta de libertad: consultoría jurídica para la invitación en Francia, oficina de emigración para mi primer pasaporte cubano, demanda de permiso de salida del territorio o tarjeta blanca, visa a la embajada francesa con billete de ida y vuelta pagado cash, y un certificado de alojamiento del apartamento de Véronique que probaba dónde viviría en París.

De las angustias apuradas y sucesivas de ese día recuerdo las llamadas por teléfono para despedirme de los amigos, la verificación constante de todos los papeles en regla, y las imágenes. Sobre todo, las imágenes. Las imágenes de las calles de Marianao, los parques de bancos descoloridos y a la intemperie, los lugares todos que pasaban a través de la ventanilla del Skoda y de los cuales, de tiempo en tiempo (entre las pausas para comprar una botella de ron o una caja de tabaco), estaba consciente que me estaba despidiendo quizás de manera definitiva. 

Y el olor del mar. Claro. Ese olor a salitre invisible que llega con el eco del rompido de una ola contra un arrecife, y que nunca regresa con los mismos matices cuando cierro los ojos frente al Mediterráneo o en una desierta playa bretona.

Lo único fácil de preparar de mi último día fue mi equipaje. En mi gusano cabían los ejemplares más preciados de mi biblioteca y eso era suficiente. Recuerdo, sí, que para jugar con una canción de Willy Chirino e impedido de poder llevar conmigo un colibrí en el avión, puse en el bolsillo de mi descolorida chaqueta de mezclilla, un libro de Martí que a cada rato muestro a mis hijos.

Mi familia fue advertida de que mi viaje era sin regreso y como resultado de esta confesión sincera surgió una nueva preocupación: todos quisieron ir en masa a despedirme al aeropuerto. Hubo que movilizar otro coche porque el Skoda no daba abasto. Fue Alain, un risueño congolés aplatanado en Cuba quien condujo en su Lada soviético al resto de la familia. 

Aparezco así en las fotos: sudado y nervioso, esquelético bajo la ropa regalada para la ocasión, y de la mano de los sollozos de mi sobrino Pedro Luis de 8 años. Fue Alain quien —me cuentan— tomó una foto mía desde la terraza del aeropuerto en el momento justo en que yo saltaba de la escalerilla a la puerta del avión. Mi madre conservó hasta su muerte esa foto en la cabecera de la cama, más como prueba de una victoria que como consolación.

Una semana antes de volar de La Habana a París fui a despedirme de mi madre a Santa Clara. Me levanté temprano para ir a tomar el tren que me llevaría a La Habana el último de los días pasados juntos. Ambos sabíamos que era muy probable que no nos viéramos más en esta vida. Ya en el portal me di media vuelta para despedirme de Pancha y decirle algunas de esas banalidades que la trágica situación exigía. Fue entonces que mi madre, endurecida por años de presidio, muertes de familiares, y miserias sin límites, pronunció la frase de adiós que me acompaña siempre:

—Yo te enseñé que el cielo existe…, ¿no? Entonces… nos vemos en el cielo…

Imitación de Séneca

La distancia  entre el reino de lo divino 
y lo humano es en todas partes la misma
Séneca

El mar que nos separa. Los días que se suceden. Lo inesperado al fin de una vida en otras tierras, me obligaron a esperar que tu dolor por mi ausencia se calmara con la costumbre de no tener noticias para escribirte ahora desde Córcega.

He aprendido a cerrar con mis manos ciertas heridas que al conocerlas me han hecho más fuerte que quienes trataron de atormentarme con ellas. De lejos pienso que he vencido con mi huida, aunque la victoria sea dibujar con mis dedos en la nieve la silueta de nuestra casa ausente.  

He vencido al dormir sobre la arena y entre los abedules de aquellos mapas que antes, ¿recuerdas?, marcaba con flechas coloridas sobre la pared de mi cuarto.

Este verano estoy en otra isla que se llama Córcega y me rodea otro mar. Un mar calmado y de otro azul, casi sin olas, y más frío que el de aquella playa de Marianao adonde fuimos juntos todas las mañanas de mi infancia.

(Recuerdo que mientras cocinabas entre hornos de leños encendidos yo recogía caracoles por la orilla, abría a pedradas almendras caídas de los árboles de un parque, y aprendía a nadar con ancianos jugadores de tenis del Yatch Club).

Sé que me echas de menos porque ahora, que soy padre, veo en los ojos de Ariane el mismo resplandor con el que te escuchaba pedirme que me fuera para estar a salvo.

Al verla dormir hay instantes que coinciden con los rezos en los que pides a tus dioses que nunca le falte a tu hijo un lecho del otro lado del mundo donde envejeces.

Sabes que soy un desterrado: el que no puede volver. Pero quiero que te resignes a la alegría de que tu hijo sólo ha cambiado de sitio.

A veces cuando abro los ojos después de haber dormido, o al esperar a alguien sentado a la mesa de un café, me pregunto cuánto tiempo va a durar nuestra despedida.

Aquí en Córcega he leído la carta a su madre de un señor llamado Séneca que vivió hace mucho tiempo y al cual encerraron en una torre para que no pudiera volver a Roma. 

De eso hace siglos, pero como el tiempo se desdibuja entre nuestra ausencia y la fecha desconocida de mi retorno, todo pasado por lejano es igual de borroso y comparable: tu mirada que el fulgor del sol de Cuba obliga por las tardes a adivinar en tus ojos entrecerrados, es la misma de una señora corsa que hoy veía pacer sus cabras en lo alto de una montaña donde no llegan las ramas de ningún olivo.

(He visto todos estos días al mar mojado por la luz de un peñasco encendido al atardecer y he aprendido que hay bellezas aguardándote en cualquier sitio aunque quien las admire sea como yo un fugitivo).

Pero toda la belleza del mundo no puede provocar que ahora me calle. 

Que olvide, madre, el veredicto de mirar a los ojos del verdugo y preguntar por qué, antes de dar la vuelta y volver a la playa con una almendra en los bolsillos y tus manos diciéndome adiós desde el portal de una casa que ellos han destruido.

Yo no puedo volver y tú me enseñaste que tiene que existir el cielo.

Hay un destino entre tú y yo que no puede ser otro que vernos de nuevo antes de convertirnos en una de esas estrellas que, cuando estamos solos, nos miran para recordarnos que la misma distancia nos separa a ambos de sus esplendores en el firmamento.

Vincennes, junio de 2020

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