De cómo salí de Cuba en 2007
Jorge García de la Fe
Salí de Cuba el 10 de diciembre de 2007 a las 10 de la mañana por la Terminal 2 (la de la gusanera) del Aeropuerto José Martí de La Habana. Mis últimos días en la isla fueron una especie de experiencia kafkiano-surrealista que no he puesto por escrito hasta este momento. Como antecedente, debo decir que mi familia planeó salir del país de forma ininterrumpida desde 1962 hasta 1969 (fecha en que cumplí 15 años, edad del Servicio Militar Obligatorio), cuando quedé anclado a la “maldita circunstancia” que yo pluralizaría, con permiso de Piñera. También hubo tres intentos de abandonar Cuba en la década de los noventa mediante invitaciones a visitar familiares en Estados Unidos, cuyas visas fueron negadas. En fin, debí esperar pacientemente a que mi hijo (quien había venido con su madre para Kentucky en 1998 por haberse ésta casado de nuevo con un colombiano ciudadanizado) arribara a la mayoría de edad en 1996 y me reclamara para salida definitiva de hijo a padre por el concepto de reunificación familiar.
En octubre de 2007 acudí a la Oficina de Intereses del Gobierno de Estados Unidos en La Habana para obtener el visado de salida definitiva. En esos trámites estuve casi una semana completa, pues cuando ya me habían comunicado que me iban a otorgar la visa, me volvieron a llamar a la ventanilla de entrevista para decirme que habían detectado a un delincuente de nombre Jorge García (en ese caso no importó que yo tuviera Luis como segundo nombre y De la Fe como segundo apellido) y que –por lo tanto– tenían que tomarme las huellas dactilares para cotejarlas en Washington. Por dicho trámite pagué 85 dólares. Debido a que por aquellos días hubo aguaceros torrenciales en La Habana y esto ocasionó problemas de comunicación electrónica entre la capital de Cuba y Washington, no fui descartado de presunciones delincuenciales hasta un viernes en que –finalmente– pude recoger el pasaporte visado. Al otro día –y antes de regresar a mi pueblo de Máximo Gómez (lugar de nacimiento de Dora Alonso) en la provincia de Matanzas– crucé la bahía de La Habana hacia el embarcadero de Regla para un último devocional de gratitud en ese santuario. Por cierto, en medio del trayecto de ida, sentí por un instante ciertas raras vibraciones que achaqué al nerviosismo de aquellos últimos días.
Los días que mediaron entre aquella semana de finales de octubre de 2007 y mi salida el 10 de diciembre fueron –como ya dije– absurdamente delirantes. Obtener el permiso de salida fue relativamente fácil porque –para entonces– sólo era profesor universitario adjunto y mi trabajo principal era el de metodólogo en una casa de cultura municipal. El Presidente del Gobierno de la provincia de Matanzas me firmó la petición sin mayores reparos. Tampoco tuve tropiezos en la oficina de migración de la ciudad Colón, donde –curiosamente– el joven que me atendió en todos los trámites era un apuesto mulato de nombre Yusnavy (evidente referencia a US Navy).

Lo inimaginable se desataría a nivel local ante la negativa de la funcionaria de Vivienda del municipio de Perico (mi pueblo de Máximo Gómez pertenece al mismo) a dar el visto bueno para mi salida con la alegación de que una cabaña que yo había construido cinco años antes en el patio de la casa de mis padres debía ser entregada antes de poderme ir. En realidad, el pequeño inmueble aparecía registrado como propiedad de Luis García (mi padre), aunque lo había hecho yo con muchísimo esfuerzo y la ayuda de amigos para tener un poco de privacidad, pues después de mi divorcio en 1993, había ido a carenar a la casa paterna. En esos momentos, cualquier persona que se fuera a España, Canadá u a otro país del mundo podía conservar su casa y dejar a un familiar o amigo viviendo en ella. Pero las leyes para los que emigraban definitivamente hacia los Estados Unidos eran inflexibles por la estigmatización que suponía semejante acto de “traición a la patria”. Después de batallar por muchos días con la intransigente funcionaria, tuve que ceder. Para ese entonces ya había sabido que la presidenta del CDR de mi cuadra había declarado al investigador que me hizo el ineludible inventario, que la cabaña de marras era mía y no de mi padre, y que yo la había estado usando para mis “desafueros sexuales”.
El viernes 8 de diciembre estaba tomando una última siesta en mi casita de madera y tejas y esperando por una persona que vendría a sellar el inmueble. Ya previamente había sido notificado de que no podía sacar ningún mueble ni efecto electrodoméstico otorgado por el gobierno (refrigerador, televisor, olla arrocera, olla china “la reina”) aunque hubiera terminado de pagarlo. El caso es que –casi 13 años después no me repongo de mi sorpresa– se apareció (proveniente de Perico y Máximo Gómez) un grupo de doce personas al acto simbólico de sellar una casa, que en realidad no fue sellada, porque la llave pasó de mi mano a la mano de la funcionaria de Vivienda, y de ésta a una mujer del pueblo que –según ellos– era maltratada por su marido y su hijo alcohólicos, la cual había tratado de suicidarse. La comitiva de aquella especie de “última cena” no me gritó ni me ofendió como en los días de Mariel, pero dejó bien claro –con el tratamiento de “ciudadano” y no de “compañero”– que yo era un desafecto de la “Revolución Cubana”. Hasta el mes anterior de mi salida yo era tratado como un profesional prestigioso por mis investigaciones acerca de la cultura popular y tradicional en la casa de cultura Guanajayabo de mi localidad. Antes de irme a casa de mis padres, que era la estación de trenes del pueblo y estaba al lado, vi cómo una funcionaria cargaba el televisor Panda cuya finalización de pago yo había transferido a mi hermana para que lo heredara mi madre, que tenía el suyo roto. Ya estando en Chicago, supe que a mi hermana le siguieron cobrando varias mensualidades del televisor hasta que –después de muchas reclamaciones– le devolvieron el dinero.

Para mi salida el lunes 10 de diciembre viajé en un auto de los llamados almendrones, que era propiedad de mi amigo Osvaldo Casañas, en compañía de su esposa Mercedes Manzor, mi tía Gladys De la Fe y Lázaro Perdomo (un entrañable e incondicional amigo que me había acompañado al viaje de visado a La Habana, en cuya casa materna de la Lisa me había quedado). Llegamos tan temprano que aún no había amanecido. A eso de las 7 de la mañana intenté pasar al interior para no prolongar lo desagradable de tal despedida, pero no me fue permitido al ser revisado mi pasaporte. En ese momento empezó el último hecho desagradable de mi larga odisea para salir de Cuba que había empezado el 22 de noviembre de 1962 a la edad de 8 años. La funcionaria de la ventanilla tomó el pasaporte y se dirigió a las oficinas internas. Pasó el tiempo “y un águila por el mar”, y no regresaba. Mi tía estaba angustiadísima y mis amigos tenían caras de contrariedad. La persona regresó, pero me dijo que estaban haciendo ciertas verificaciones, que tenía que seguir esperando. El tiempo pasaba y mi vuelo era a las 10 am. Hasta que yo mismo tuve una especie de rapto de lucidez acerca de lo que –en realidad– podía estar pasando. Resulta que el lunes anterior al de la salida yo había ido al departamento de inmigración y extranjería de la ciudad de Matanzas a que estamparan el cuño de “permiso de salida” en mi pasaporte, gestión que transcurrió sin ningún percance. Ese día, una vez que regresé a casa, tuve la imperdonable ingenuidad de poner una foto personal en una cuadrícula habilitada al respecto, algo que ya no se solía hacer. Cuando le declaré a la funcionaria del aeropuerto que yo lo había hecho por iniciativa propia y para que no quedara vacío el espacio de la foto, me dijo: “Espérate un momento”, y fue de nuevo a las oficinas de sus superiores. A su regreso me dijo que no se suponía que yo hiciera algo así en un documento oficial, pero que ya habían llamado a las oficinas migratorias de Matanzas y confirmado que yo tenía otorgado el “permiso de salida” de marras. Fue entonces que me dejó pasar. Por fin mi tía y amigos me despidieron felices.
Ya eran como las 9 de la mañana. Apenas había conversado algo con una persona que iba a tomar el mismo vuelo, cuando ya era hora de abordar. Se trataba de una pequeña avioneta brasileña charter que estaba en medio de la pista hacia la que me dirigí a pie. Por supuesto que había militares chequeando la salida hacia la pista y la escalinata de la avioneta. Íbamos en fila india alrededor de 25 personas, que éramos los que cabíamos en aquel diminuto microbús aéreo, que no tenía nada que ver con mis sueños grandilocuentes de “salir al mundo por la puerta principal” en un enorme Boeing para no menos de 200 personas. La mayor parte de la comitiva del viaje no era cubana, eran norteamericanos gordos y bien nutridos que habían ido a una misión eclesiástica. A estos –los pocos cubanos que iban– los denominaban “elefantes”. A mí –por suerte– me tocó de compañera de viaje una señora muy fina y educada que regresaba de una visita familiar y hacía muchísimos años que residía en Miami. Una vez que despegamos, la única azafata del vuelo me trajo un pequeño paquetito de pretzels, que probaba por primera vez, y una soda.

La avioneta iba casi a ras del mar, a tal punto que se podía ver hasta la espuma del estrecho de la Florida. La señora me sirvió de cicerone durante el corto trayecto de apenas 40 minutos. Me iba describiendo los cayos hasta que llegamos a la pantanosa península y me señaló Miami a lo lejos, cuyos rascacielos a esa hora relumbraban al sol. Me dio pena decirle a la señora que me pellizcara y le dije que me lo haría yo mismo. Bajamos de aquella ave diminuta y nos subimos a un ómnibus que nos llevó a una de las entradas. Después de los trámites de rigor, que no fueron engorrosos, fui al baño antes de caminar al encuentro de los míos. El caso es que nunca me había enfrentado a un grifo que echara el agua al poner las manos en línea con cierta señal de rayos láser. Cuando descubrí el mecanismo, repetí la acción varias veces como un niño hechizado por un acto de magia. Al acercarme a la sala de espera, vi de lejos a una pareja de tez rubia que me había reconocido y me hacía señales con las manos, pero yo no los identificaba. Resulta que eran mi hijo Marlon –a quien no veía desde que era un adolescente hacía casi ocho años– y mi prima Liza, a quien había visto sólo de niña una tarde de 1980 en un viaje de visita familiar.
Tuve un recibimiento muy nutrido y cálido. Al salir de las instalaciones y en dirección a los autos, Liza me conminaba: “Primo, grita, ¡coño!, grita, que llegaste a tierras de libertad”. Yo sólo atiné a reír nerviosamente. Cuando llegué a la casa de mi tío Mario García en Westchester, donde estaba reunido todo el familión miamense, aquello me parecía una casa de locos. Cada cual con un teléfono móvil hablando y caminando aleatoriamente por el césped del patio. El 26 de diciembre volé a Chicago, ciudad donde he residido hasta el día de hoy 4 de julio de 2020. En muchas ocasiones, durante conversaciones familiares y con amigos cubanos, me han dicho al ver que bajo la voz para decir algo: “Oye, no tienes que hablar tan bajito como si estuvieras en Cuba y tuvieras miedo”.

Valioso testimonio, Jorge Luis. Gracias por compartir esta experiencia, que es como una mirada horizontal de su andar en busca de plenitud. Un abrazo.
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Muchas gracias, querido Osmán!
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Solamente alguien que haya pasado por lo mismo, no pone en dudas nada de lo que dices.- Ha pasado eso y mucho mas.
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Me encantó tu testimonio, como todos tus escritos.
Todos los que salimos tenemos historias grabadas para siempre en nuestras mentes.
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