‘El hoyo’, de Galder Gaztelu-Urrutia

María Gil Poisa

En un sistema capitalista en el que hay quien cuestiona el acceso universal a los derechos más básicos, como la sanidad o la educación, la película española El hoyo (2019) dirigida por Galder Gaztelo-Urrutia nos pone ante el último derecho fundamental: la comida.

El planteamiento es sencillo: El hoyo es una estructura vertical con un elevado número de niveles, que funciona como sistema de aislamiento: cárcel para algunos, confinamiento voluntario para otros. Al entrar, La Administración de El hoyo les cambia los nombres y les asigna uno nuevo, modifica su identidad y empiezan de cero y, en teoría, todos con las mismas posibilidades. Cada nivel es una pequeña habitación para dos personas con un enorme agujero en el suelo, que conecta todos los niveles, como el hueco de un ascensor. Una plataforma llena de comida, con los mejores productos y las mejores presentaciones, baja una vez al día desde el nivel cero, para que los habitantes de las celdas puedan comer: cada nivel solo tendrá acceso a lo que sobre al nivel anterior. Hay límite de tiempo, pero no de cantidad, cada uno puede comer lo que quiera. Una vez al mes, los habitantes de cada nivel son trasladados a otro nivel diferente de forma aleatoria, de modo que los que estaban arriba pueden ahora estar abajo, y viceversa. El hoyo está gestionado por La Administración, una institución no intervencionista que confía en la solidaridad espontánea de los habitantes de El hoyo para la supervivencia de todos; una solidaridad que, por supuesto, no existe.

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El gran error de La Administración es obviar el individualismo. Imoguiri (interpretada por Antonia San Juan), que es la representante de la institución, lo explica bien cuando dice que “si todo el mundo comiera solo lo que necesita, la comida llegaría al nivel más bajo”. Lamentablemente, no todo el mundo consume solamente lo que necesita, aun cuando el bienestar de uno depende de la agonía del otro. Este sistema, hipócritamente basado en su ansiada solidaridad espontánea, fuerza al individuo a volverse contra el sentido de comunidad, rompiendo todos los vínculos de forma que solamente se beneficien los que están arriba, por lo que la misma situación que ellos provocan impide que esta solidaridad aparezca. Su base no es la empatía, sino el egoísmo, y ello se evidencia en el caso de Baharat (interpretado por Emilio Baule), quien pretende trepar de un nivel a otro con la ayuda únicamente de una cuerda y de la solidaridad del que está arriba que, por supuesto, no quiere colaborar, ya que su bienestar se basa en el sufrimiento de otros. La Administración, en su papel de Estado débil, pone los medios para El hoyo, pero no los gestiona, convirtiéndolo en un infierno para el que, fortuitamente, termine en el fondo de la estructura ese mes.

Como ha pasado con tantas otras cosas, la comida deja aquí de ser un derecho para ser un privilegio, en un sistema a priori basado en la igualdad, porque todo el mundo tiene el mismo acceso a la comida, pero que realmente se sustenta en la iniquidad, ya que no todos tienen las mismas oportunidades porque siempre tienen a alguien por encima. La premisa de la Administración es que esto llevará a crear una comunidad producto de una solidaridad espontánea, pero realmente sucede lo contrario: la gente es egoísta y se venga del sistema y de su previa situación cuando sube de nivel. Como Trimagasi (interpretado por Zorion Eguileor) le dice a Goreng ( a cargo de Ivan Massagué), “no llame a los de abajo, porque están abajo. No llame a los de arriba, porque no contestarán”.

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Semejante a la falsa clase media española, una clase obrera que se resiste a verse como tal para poder sentirse por encima del resto, el mecanismo de El hoyo consiste en poder ignorar a los de abajo mientras te ignoran los de arriba. Se odia al que está arriba, se desprecia al que está abajo, siempre teniéndose a uno mismo como única referencia, sin tener en cuenta que al mes siguiente se puede subir o bajar. La película hace un buen trabajo representando la jungla de un sistema capitalista feroz, en el que no hay malos ni buenos, solo hay gente que tiene miedo y que aplasta por no ser aplastado. En un sistema que ha renunciado a una meritocracia que nunca había existido, sabiendo que cada cambio es aleatorio, el que está abajo se siente obligado por el de arriba como detonante de sus acciones, aunque la obligación nunca sea explicita: El hoyo es un sistema que empuja al individuo al límite de sus circunstancias, en el que el bienestar de cada uno depende de la carencia del otro, convirtiéndolos a todos en asesinos, activos o pasivos: “el hambre desata la locura, y en esos casos, es mejor comer que ser comido”, explica Trimagasi.

Rompedora como quiere ser, El hoyo es muy cuestionable en muchos aspectos, empezando por la diversidad. Las mujeres no existen en El hoyo; los personajes femeninos son madres sacrificadas, Imoguiri, la madre que no pudo serlo y que sacrifica su cuerpo por el hombre, y Miharu (Alexandra Masangkayla), mujer-madre racializada, tachada de loca y usada como un objeto sexual que ni siquiera tiene voz (literalmente, no habla): el cuerpo de las más vulnerables, atacado una vez más.

Al mismo tiempo, los personajes racializados son figuras vehiculares para que el protagonista, el varón blanco, llegue a una meta, pero ni Baharat ni Miharu llegan a acercarse a sus propios objetivos: en lugar de subir, Baharat baja; Miharu no solo no encuentra a su hija, sino que durante todo su camino es vejada y objetificada, constantemente bajando, pero sin llegar nunca al fondo. Con todo, lo más terrorífico de El hoyo es que no se plantee como una distopía, sino como una posibilidad factible dentro de un sistema que renuncia a la intervención de un Estado, o bien un Estado que se ha rendido a la lógica capitalista.

Con todos sus problemas y metáforas fallidas, El hoyo nos formula una pregunta fundamental: ¿quiénes son los verdaderos bárbaros, los del fondo, los de abajo, que asesinan, o los de la cima, que lo provocan?

The Platform (2019) - IMDb

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